Alfonso Oregel
Nadie lo admite en voz alta,
es un secreto:
hace años estamos en guerra
y apenas nos enteramos.
Ellos pusieron el odio, los verdugos,
nosotros la impertinencia
del cráneo en el viaje de la bala.
Ofrecimos un muerto en el supremo
altar de los sacrificios
para saciar lo insaciable.
Alimentó nuestro dolor un río.
Y a la mañana siguiente,
al asomarnos al espejo,
una máscara de arrugas
llevábamos encima de la cara.
No quisimos escuchar los gritos
- como pájaros heridos -
que venían de la otra calle.
En defensa propia decidimos
mejor cerrar los ojos.
Contagiar nuestro silencio
para salvar nuestro pellejo.
Nos callamos durante tanto tiempo
que una cicatriz es nuestra boca.
Pocos encendieron una palabra
como una tímida antorcha
en medio de esta noche sin orillas.
Yo no vine a contar los muertos,
a escribir patéticas esquelas.
No soy un catador de sangre.
Soy cronista de nuestra desgracia.
Narro la pesadilla que habitamos.
Es el papel que me asignó mi tiempo.
Es el límite que admitió mi cobardía.
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