Por Antonio Lerma Garay
Antes de morir, un hombre confiesa su larga carrera como asesino en Inglaterra, Canadá y Estados Unidos
Hacia el año mil ochocientos sesenta y cuatro el señor Tom Adams, quien era un súbdito británico, se aposentó en Mazatlán. Diez años antes había decidido cambiar de residencia por lo que viajó de Inglaterra a Canadá, país donde residió un par de años. Luego vivió en varias ciudades del este de Estados Unidos. De ahí viajó al puerto de Veracruz, luego a la capital mexicana. Ahí se sintió atraído por la vigorosa economía de Mazatlán, lugar al que llegó en el año señalado. El británico abrió una cantina, que muy pronto se convirtió en el club obligado de los personajes con la peor fama de la ciudad. Allí iban los hombres más violentos, la escoria de la sociedad porteña. Pero el propietario del tugurio también tenía su propia fama. Muchas personas le temían ya que era extremadamente violento.
Un día estaba el señor Adams jugando dados con un español conocido como González, quien tenía fama de ser un experto en juegos de azar. Los dos hombres habían bebido ya varias copas y los efectos del alcohol eran inocultables. Después de un tiro de los dados sobrevino lo inevitable en esas condiciones. González sabía bien que el inglés era violento por naturaleza, por eso cuando comenzó el pleito entre ambos él no la pensó dos veces antes de sacar su pistola y dispararle a su contrincante. Adams no murió ahí. Durante varios meses resintió su salud menguada y sufría de dolores a consecuencia de los balazos recibidos, hasta que finalmente falleció el dieciséis de octubre de mil ochocientos setenta y cuatro.
Pero el pasado de este hombre británico guardaba secretos confesables sólo cuando se sabe que el castigo terrenal ya no puede alcanzarle. Fue así como días antes de morir, sabiendo que su final se acercaba, Adams mandó llamar a un hombre estadounidense radicado también en Mazatlán, un capitán de apellido Verplanck, quien se dedicaba al comercio. El cantinero pidió al comerciante escuchase y tomara nota de lo que tenía que iba a contarle. Lo que estaba por confesarle, imploró el inglés, debería darlo a conocer en los Estados Unidos. El comerciante de buen agrado se preparó a cumplir la última voluntad de aquel que agonizaba.
El súbdito británico hizo saber al capitán que su verdadero nombre no era Tom Adams, sino George Worley, nacido en Manchester, Inglaterra y que a lo largo de su vida había cometido trece asesinatos, además de una innumerable serie de robos. Hacia el año mil ochocientos cincuenta y cuatro el confesante vivía en Inglaterra, y un día de ese año el barco estadounidense Cultivator se hallaba anclado en los muelles de Liverpool. Entonces uno de sus marinos bajó a tierra, lo que él aprovechó para asesinarlo sin motivo aparente. Fue entonces cuando decidió mudarse a Canadá, país en el que se hizo llamar Orton.
El inglés comenzó a trabajar como marinero en los lagos canadienses, y en uno de sus viajes al puerto estadounidense de Oswego conoció a un pintor en una cantina. Orton siguió al otro hombre y en un paraje solitario lo descalabró con una piedra lanzada con una honda. Después, seguro de que había muerto, arrojó el cadáver por un puente.
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