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viernes, 11 de agosto de 2017

Volver a morir

Antonio Lerma Garay

Un hombre sale de su tumba sólo para causar la muerte de una pobre mujer



El Nuevo Panteón de Mazatlán fue inaugurado en sesión solemne del Ayuntamiento la tarde del catorce de noviembre de mil ochocientos sesenta y ocho. Sin embargo, no fue sino hasta finales de marzo de mil ochocientos setenta y uno cuando la obra quedó terminada.

El año mil ochocientos ochenta y dos allí tuvo lugar una anécdota que parece un embuste, una historia increíble sacada de una imaginación fecunda. Es ésta una historia que al repetirse de boca en boca, en diferentes lugares del mundo y en épocas distintas termina por convertirse en leyenda. Sin embargo, fue real y sucedió en Mazatlán.

Una mañana entre finales de agosto y principios de septiembre de dicho año Tomasa se levantó más temprano de lo habitual y comenzó los preparativos para disfrutar de su primer tarro de café. Ella y su esposo, ya ancianos, vivían solos ya que nunca habían tenido hijos. Él se ganaba la vida como cargador y sus mejores emolumentos los obtenía cuando arribaba un barco con turistas, principalmente estadounidenses.

Debido a que los navíos anclaban un poco alejados del muelle de la Aduana, los viajeros eran traídos en lanchas hasta unos cuantos metros de la orilla. Era entonces cuando ellos entraban en acción. El trabajo de los famosos cargadores de Mazatlán consistía en acarrear en sus brazos tanto a los pasajeros como su equipaje, transportándolos de la lancha a tierra. Para ello su vestido consistía solamente en un calzoncillo o pantaloncillo corto, regularmente de manta. A toda costa debían evitar que su preciada carga cayera al mar o al menos se mojara. Aunque ésa era una acción temeraria para los visitantes, para los cargadores era rutinaria, y a menudo terminaba arrancando risas y hasta carcajadas a los viajeros, tanto los que presenciaban la escena como a los que estaban en brazos de estos trabajadores.

Una vez que los turistas y sus equipajes estaban seguros en tierra firme, estos hombres llevaban el equipaje y guiaban a los viajeros al Edificio de la Aduana para que los baúles y demás equipaje fueran inspeccionados. La última parte del trabajo de los cargadores consistía en orientar a sus clientes llevándolos al mejor hotel de la ciudad. El precio por este servicio siempre variaba según el cargador y su carga, pudiendo ser desde unos cincuenta centavos hasta un par de dólares.

- Ya está listo el café –llamó la mujer a su esposo, intentando despertarlo. Pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamarlo, pero el hombre no despertó.

Cuando lo llamó por tercera vez y no tuvo respuesta, ella comenzó a preocuparse ya que sabía que el hombre solía levantarse muy temprano y que el menor ruido solía despertarlo. Ella se acercó al catre sólo para descubrir en él una palidez cadavérica. Lo tocó y sintió la frialdad y rigidez de su cuerpo. Aterrorizada salió de su humilde casa en busca de ayuda. Dos minutos después una vecina llegó corriendo hasta donde el catre para cerciorarse de que el hombre se encontraba muerto. El velorio no se hizo esperar, los rezos y rosarios menos. Por la tarde la casa se lleno de amigos, vecinos y parientes que acompañaban a doña Tomasa en su dolor. Ya de noche la casa estaba llena de personas rindiendo sus últimos respetos al difunto; las mujeres dedicaron varias horas a seguir rezando por su eterno descanso, mientras que los hombres aprovechaban para beber mezcal a la vez que recordaban las virtudes y buenas acciones del tendido.

Llegó la nueva mañana, luego mediodía y después la tarde con lo que se iniciaron los preparativos para el sepelio. Ya eran las dieciséis horas cuando cuatro hombres, vecinos y amigos del muerto, levantaron el frágil féretro de pino para llevarlo al sepulcro. La viuda seguía con su llanto silencioso. Una hora después el muerto estaba sepultado, el mundo seguía girando y, naturalmente, la vida debía continuar.

Era alrededor de las cinco treinta de la tarde después del sepelio cuando María caminaba sola rumbo al cementerio. La mujer era rechoncha, risueña y muy simpática, de treinta años de edad. Casi niña se había ido a vivir con un soldado que había muerto dos años después en una batalla entre las fuerzas de francesas y los hombres de Ramón Corona. Al quedar viuda y sin hijos se regresó a casa de sus padres, al otro lado de la ciudad, con quienes vivía desde entonces. Esa tarde debía encontrarse con una amiga precisamente a la entrada del panteón. La razón de la cita en tan raro lugar nunca se sabrá.

A esa hora el panteón se encontraba solo por completo. Pero María no se intimidó; esperó a su amiga por unos minutos más, pero ésta no llegaba. Pasaron más minutos, pero nadie llegaba. Sin quererlo la mujer echó una mirada al interior del cementerio. La paz que imperaba en él, las lápidas y pocos mausoleos, el camposanto en sí le llamaron poderosamente la atención, le atraían, parecían hipnotizarle. Volteó a mirar hacia el camino que conducía al pueblo, pero aún no aparecía la otra mujer. Luego, sin quererlo, cruzó la entrada de la necrópolis y en silencio comenzó a caminar en los estrechos e irregulares senderos entre las tumbas. Primero inspeccionó los mausoleos, había algo de ellos que le fascinaba.

Después pasó a otra sección, de gente pobre. Con curiosidad se detenía intentando leer los datos contenidos en las lápidas, pero le resultaba casi imposible ya que cuando niña apenas había asistido un año a la escuela.

Muy pronto María llegó hasta una tumba que aún tenía la tierra recién removida. En ese sepulcro, como en todos las que se encontraban cerca, la lápida no era una piedra cuadrangular sino una simple cruz de madera con la inscripción RIP e indicando el nombre del sepulto y su fecha de defunción. La ignorante mujer no pudo enterarse que quien yacía a sus pies había muertos dos días atrás. En efecto, apenas a un metro de profundidad yacía el cadáver de aquel cargador, el esposo de Tomasa.

La treintañera mujer se detuvo durante unos segundos en esta tumba pero no encontró nada que le llamara la atención. Algo le hizo recordar que esperaba a su amiga por lo que volteó a su alrededor pero ésta aún no llegaba a la cita. Excepto María nadie más, ni siquiera el panteonero, se encontraba en el lugar. Continuó ella su exploración pasando al sepulcro de un lado, al siguiente y al siguiente. Sin embargo, apenas había caminado cinco metros cuando llegó a sus oídos un raro ruido, un crujido como lejano que parecía salir de una de las tumbas que recién había pasado. Pero medio segundo después se escuchó una voz espectral, mezcla de inmenso dolor e indescriptible terror:

- ¡Aaagh! –salió de la tumba.

En menos de un segundo el miedo envolvió a María dejándola paralizada. La pobre mujer volteó hacia el sitio exacto de donde venían el ruido y el quejido, la tumba que apenas un día antes había sido ocupada por el cargador. Su miedo se convirtió en terror al percatarse de que la tierra del sepulcro se movía, como si algo o alguien luchara por emerger de ella. De nuevo un crujido y un quejido casi igual se escucharon tierra abajo, provocando que la aterrada mujer lanzara su más fuerte grito de auxilio.

María quería salir corriendo del panteón, pero la tumba del cargador se interponía entre ella y la salida. Un segundo después se escuchó de nuevo la misma voz espectral.

-¡Aguaaa! –apenas se escuchó la voz lastimera del enterrado.

Luego vino un crujido más que provenía de la madera del féretro al ser resquebrajada, y la tierra del sepulcro se removía de abajo hacia arriba. Segundos después María vio como de la arcilla brotó una mano ensangrentada.

- ¡Aaagh! –de la boca de la mujer salió un grito de terror. Su boca estaba reseca, su vista se nubló y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su corazón estaba tan acelerado que hasta podía escuchar sus violentos latidos. Intentando alcanzar la salida, ella dio unos pasos en dirección de aquella mano. Sin embargo, al estar a un metro de la tumba del cargador, la cabeza de éste comenzaba ya a salir de la tierra.

Aterrorizada al ver este inesperado espectáculo la mujer tropezó y su pesado cuerpo fue a caer justamente sobre el hombre que se recuperaba de un ataque de catalepsia.

Dos seres humanos luchaban por su vida. Mientras que el pobre cargador luchaba por salir de su tumba prematura, sobre el terreno la infortunada mujer creía que éste era un ser del más allá.

- Auxilio –con la voz débil le imploró el resucitado quien a su vez también era presa del terror. Luego su mano ensangrentada se posó en la cara de la mujer. Eso fue lo último que ella pudo ver ya que el susto le ocasionó que su corazón dejara latir. Su cara mostraba todo el terror que le había sido causado por el raro caso de resucitación.

El panteonero, hombre anciano y calvo, alertado por el grito de la mujer, llegó hasta esa tumba para investigar qué sucedía. Ahí, María yacía muerta. El recién llegado no alcanzaba a comprender qué había sucedido. Reconoció al recién enterrado que ahora estaba medio sepulto y vio a la mujer inerte sobre él. Creyéndola dormida o desmayada, en vano el hombre intentó despertarla. Sin embargo, en ese instante el cargador hizo un último esfuerzo por deshacerse de la mujer rechoncha y de levantarse de su tumba, con lo que se movió un poco mientras emitía un doloroso quejido.

Al ver y sentir el movimiento del cargador, al escuchar el quejido, el panteonero dio un brinco atrás lleno de terror. Al mismo tiempo un fuerte chorro de orines le escurría pantalón abajo. Por un minuto el hombre quedó callado e inmóvil a una prudente distancia, hasta que se escuchó una débil voz que imploraba:

-¡Aguaaa! –apenas pudo mendigar el cargador.

Esta vez el hombre no se asustó, ya llevaba muchos años viviendo en panteones por lo que le fue fácil adivinar que el recién sepultado no había muerto en realidad. De inmediato salió corriendo hacia la salida, para traer agua al sediento hombre de la tumba.

El viejo calvo regresó con rapidez al sepulcro trayendo un jarro del vital líquido. Se agachó y apartó el cadáver de María del cargador. Luego llevó el agua a la boca de éste. Pero fue inútil, no se movió. El panteonero intentó excitar al cargador para que bebiera agua. Mas no hubo respuesta. Por alguna causa desconocida el anciano ahora sí estaba muerto.

Fue así como el panteón de Mazatlán fue escenario de una de esas historias que parecen fantasiosas, pero que en realidad tienen su fundamento.

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