Antonio Lerma Garay
Hace más de dos mil años, en un lugar de China, vivía un mandarín llamado Wan Hu, quien en su palacio tenía un gran número de sirvientes siempre dispuestos a cumplir sus deseos. Durante años aquel funcionario imperial había acariciado un sueño que nunca nadie habría siquiera tenido. Sus días y sus noches los pasaba viendo el sol y las estrellas.
Pero, lejos de ser un soñador, Wan Hu era un hombre muy observador, conocía a la perfección las posiciones de los astros en cada época del año. Sabía con exactitud la fecha en que empezaban las estaciones, los equinoccios y solsticios. Sabía a qué hora saldría el sol en determinada fecha y a qué hora se ocultaría. Le maravillaba el hecho de que de día sólo el sol y, si caso, la luna estuvieran presentes; mientras que el cielo de la noche se poblaba de infinidad de cuerpos celestes.
Sin habérselo propuesto, Wan Hu era un todo un astrónomo, pero quería ser mucho más que eso. El más grande sueño de aquel noble hombre era viajar hasta el espacio y tocar al menos uno de aquellos cuerpos titilantes, siquiera uno de esos planetas, anhelaba colgarse de una estrella fugaz o de un cometa para viajar por todo el universo.
Un buen día, aquel mandarían se dispuso a convertir su sueño en realidad y ordenó a sus sirvientes construir un sillón real. Y una vez que lo vio terminado según sus especificaciones, mandó que debajo de éste le fueran colocados cuarenta y siete cohetones. Esa tarde Wan Hu se vistió con su mejor atuendo y esperó a que llegara la noche.
Ya al ocaso dispuso él que cuarenta y siete de sus sirvientes tomaran una vela cada uno y la encendiese. Entonces el mandarín se sentó en su sillón real y ordenó a su servidumbre que cada uno de ellos prendiese uno de aquellos cohetones. En un instante todos los cohetes fueron encendidos, y entonces él se mostró orgulloso de su próximo viaje astral. Por precaución los sirvientes se alejaron a una distancia prudente y se dispusieron a ver a su amo ascender hacia el cielo y las estrellas.
Segundos después se escucho un gran estruendo seguido al instante por una nube de humo blanco. Minutos después, cuando ésta se disipó, en el sitio donde estuvieran la silla y el mandarín los sirvientes encontraron un gran cráter causado por la explosión. ¿Y Wan Hu? Nunca más nadie volvió a verlo. Seguro es que se fue a las estrellas.
(Imagen de Wan Hu cortesía de Marshall Space Flight Center).
0 comentarios:
Publicar un comentario