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sábado, 15 de abril de 2017

Me traje un pedazo de playa para ponerlo en la azotea

Es viernes santo y la ciudad es un desierto. Los  motores de vehículos han dejado de escucharse y sólo el canto de los pájaros es tranquila compañía. El día anterior convivimos como ahora en familia y acampamos en el balneario. El trayecto ayer de ida y vuelta fue tranquilo; elementos de vialidad y de protección civil nos guiaron a velocidad permitida hasta la entrada al Maviri. Cada tanto tramo había cuando no una patrulla de vialidad cuando menos un agente de tránsito. Muy buena me pareció la estrategia de marcar la pauta en el trayecto y la vigilancia a cada tramo. Al fin lo que al presidente municipal le conviene es salir con una semana santa blanca, es decir sin accidentes y si los hay que no sean de consecuencias qué lamentar. Allá varios cuerpos de vigilancia cuidaban también que el divertimento se cercara dentro de la tranquilidad y la armonía, pese a ser una gigantesca cantina donde se ve todo tipo de personas caminar en todos sentidos. Al llegar al balneario personal de Obras Públicas del ayuntamiento de Ahome nos regaló varias bolsas de plástico para depositar la basura. Policía Federal, municipales y elementos de Marina se hicieron presentes. Todo transcurrió dentro de los cauces normales. La casa de campaña, el bracero y las sillas frente al mar. La familia, que se partió en un principio por el desacuerdo en el lugar tomado pero a final de cuentas estábamos ahí, contemplando  el mar.

Llegamos a eso de las dos de la tarde. Fue una tarde tranquila y apacible, con el normal ronroneo de los motores, la algarabía musical por todos lados y el vaivén de carros, motos en tierra firme y las lanchas y motoskie en el mar. Todo era normal dentro de lo que cabe, transcurrió lo que restaba de día en aparente calma. Mi nieto Tavito inquieto como de costumbre no encuentra que hacer, hasta que finalmente encuentra un palo “para cazar cangrejos”, mientras que Diana mi hija y su novio Miguel platican sentados en la arena bajo los candentes rayos del sol, y Gilberto, mi hijo y su novia Elena paseaban por la playa.

 Todo transcurría normal hasta ahí, pero el drama fue en la noche, a la hora de dormir; pensamos dormir tranquilos por los botes de Tecate laigt que nos tomamos y nos fuimos a dormir después de varias horas de plática y una rica capirotada que por primera vez mi esposa María Esther elaboró para estas fechas. Sin embargo, no resultó el descanso y el relajamiento como lo habíamos planeado, pues a eso de las dos de la mañana llegaron un grupo de jóvenes en un carro con la música a todo volumen. 

Escuchar corridos de narcos estaba destinado para nosotros esa noche sin poder dormir, e inevitablemente optamos por escuchar las canciones y las pláticas de otro grupo de jóvenes que cantaban con guitarra al lado opuesto. 

A esta hora ya la vigilancia no existía y nuestro sueño se encontraba a expensas de los muchachos que no se cansaron de beber y reír toda la noche, además de los escandalosos gritos que no dejaban de escucharse provenientes de los ruidosos jovenzuelos. Más temprano antes que despertara el sol escuchamos un carro que se dirigía por la playa, nos asomamos mi esposa y yo por la ventanita de la casa de campaña y vimos que el vehículo envió con el parpadear de su torreta o sus fanales una seña que no supimos a quién, pero al instante sentimos que los muchachos ruidosos se fueron del lugar. Así, a eso de las cuatro o cinco de la mañana quedamos por fin dormidos.

Temprano me levanté a poner carbón al bracero para calentar el café que previamente llevábamos preparado. Así es que llevaría a cuestas el insomnio todo el día a menos que mi cuerpo sucumbiera ante el cansancio del desvelo. Pasó la mañana y la tarde un día soleado y caluroso.

El vendedor de mangos, los vendedores

Así, por la tarde, a punto de sueño fascinado por los precisos cortes en los mangos, y ver hipnotizado cómo transitaba su cuchillo por el cuerpo delicioso de la fruta, siguiendo los certeros movimientos de su mano que terminaban  en  la mano ansiosa del comprador con una hermosa flor amarillenta y dulce, mientras con la otra pagaba su compra. Los levanta botes,  gente que trabaja recogiendo los botes de aluminio tirados a la arena por los tomadores de cerveza, la señora de las “viejas”, chicharones de cerdo les llaman en otras partes, los helados, el vendedor de semillas; cacahuates, pepitas de calabaza, de todo tipo de vendedores había en la viña del señor de la playa y de todas partes, del sol y las estrellas, pero, más tarde al ponerse el astro rey, vendría un vendedor del que no distinguía sino su silueta y quien sin más se acercó con la mano extendida y me pregunta con aplomo: 

-¿quiere un cubo de plantamar?

-¿Qué es eso? –respondí inquieto al sorpresivo visitante.

-Es un pedazo de playa comprimido -me soltó de sopetón.          

¿Cómo?... cómo que un pedazo de playa? –respondí sorprendido e incrédulo…

-Sí, ya ve que todo ahora está muy adelantado… sé que es increíble pero también son increíbles muchas cosas que ni nos imaginamos que existen.  Ahora con la manipulación genética sabía usted que ya puede comprar un hígado, un pulmón u otro órgano que tenga enfermo? –arremetió.

-Mm, sí, algo sé de eso… pero de eso a que pueda comprimirse un pedazo de playa?... no juegue –le espeté en tono molesto.

El tipo, o la sombra aquella que hablaba ya a la luz de la luna, se quedó un momento en silencio.

-Mire es sencillo, -dijo luego, tan sencillo como la bipartición y reproducción celular; ya habrá escuchado de ello, en este caso  es igual, son moléculas que se reproducen y la ciencia ha desarrollado esta capacidad; se comprimen en cubos como estos-, dijo mostrándome en efecto un cubito de unos cinco centímetros medio transparente de color  azul y plomizo. Quiere que le haga una prueba? – insistió.

Ahora fui yo quien quedó en un espacio de silencio. Y es que hoy en día todo se puede esperar. Pero a mí no me iba a ver la cara cualquier vendedor y timadores hay muchos que se aprovechan de la inocencia e ignorancia de la gente para sacar provecho. En fin, estamos en el mundo pensé.

-A ver –contesté todavía desconfiado pero atento.

El hombre, o la silueta de aquél hombre -era lo que veía pues aún no prendíamos la fogata-,  se dio cuenta que me estaba persuadiendo, pero me resistía a dejarme convencer tan fácilmente, aunque sus argumentos fueran lógicos y enterado del desarrollo tecnológico y científico cabía la posibilidad de que en verdad tuviera él en sus manos un pedazo de playa atrapado en ese cubo.

-Mire –continuó-, deje que le haga esta prueba, aquí son solamente quince centímetros cuadrados ya descomprimidos, páseme es platón –dijo, señalando la mesita en donde teníamos los cubiertos sartenes y la olla para calentar el café, entre otros utensilios de cocina y me explicó:

-Dependiendo de qué lado quiera la arena al sur al norte oriente o poniente, ubica el cubo donde quiera poner su pedazo de playa. Solamente hay que echar encima tres gotas del líquido que contiene este gotero –me mostró sosteniéndolo en su mano. Yo solamente le echaré una, porque nada más es una prueba.

Enseguida colocó el cubo con el lado de color plomizo hacia mí y el lado opuesto quedó el color azul. Lo situó en el plato y le dejó caer una gota del líquido. De inmediato se empezó a derretir el cubo y en efecto en unos instantes de un lado lo que parecía agua y del otro arena llenaron el utensilio de cocina. –Lo ve usted? –me preguntó sin levantar la cabeza.

-Sí, lo veo y no lo creo –contesté muy sorprendido. Está bien, cuánto cuesta ya un poco convencido -me animé a preguntar.

Esta es una prueba solamente, este otro que traigo acá es para 20 metros cuadrados de playa, este otro para 100 y así, cada uno es distinto en su tamaño –¿de qué tamaño la quiere?

-¿La podría poner en la azotea? –volví a inquirir.

-Por supuesto, ¿cuánto mide su azotea? -contestó enfático.

-Aproximadamente 20 metros cuadrados – respondí.

-Este es para esa medida –extendió su brazo pretendiendo darme el cubo.

-No, pero dígame cuánto cuesta –le dije inseguro-, pues no traía mucho dinero y un beneficio de esa naturaleza seguro no estaba a mi alcance –consideré.

-Solamente 500 pesos, es precio de introducción –dijo aquella silueta.

-Mm, no creo traer tanto –le contesté mientras sacaba mi billetera del bolsillo y en efecto, solamente me acompañaban 200 pesos.

-Démelos –dijo sin miramientos.

-¿Cómo? –pregunté sorprendido.

-No importa –señaló, démelos.

Saqué dudoso los 200 pesos de mi billetera y se los di, al momento me extendió el cubo y lo puso en mi mano. Después metió la mano a la bolsa que traía colgada del hombro y me dio el gotero.
Luego aquella sombra se retiró de mi lado y en ese preciso instante María Esther se acercó a mi preguntando -¿Con quién hablabas?

-Con nadie, es sólo un borracho -lancé encubridor.

-Yo no vi a nadie –me dijo.

-No, no era nadie, estaba hablando solo –dije un poco inseguro.
-Mm, -fue solamente su respuesta.

Ya por la mañana, desayunamos en la playa para posteriormente disponernos a partir, y sin contarle nada a nadie de mis planes, nos venimos a la ciudad, tranquilos, escuchando música y comentando ellos sobre los muchachos escandalosos que no nos dejaron dormir bien, y yo recordando a Octavio Paz y René Cabrera.

Al fin en casa, en la ciudad, escuchando el trino de los pájaros y bajo el deleite silencioso de la ciudad desierta, disfrutando de nuevo el mar mojándonos los pies y nuestros cuerpos tirados sobre la arena.


 Gilberto Vega Zayas

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