La maldición de un
martes 13
Para Agustín Bandrich
por ese raro hábito.
“A mí me examinaron como 48 o 50 médicos...
Unos señalaron esquizofrenia, otros una psicopatía,
otros diferentes tipos de epilepsias, otros debilidad
mental a nivel profundo. Otros paranoia. Sí como no".
Goyo Cárdenas, “El estrangulador de
Tacuba”
La muerte, aunque lenta y silenciosa, lo acechaba por
completo. La sentía, como se tiene la certeza de que algún día inevitable se
abrirá ese camino de penumbra... ¿O de gloria?... No lo sabía... ¿Quién lo
sabe?
Escuchó apenas el
sonido del periódico que deslizaron por debajo de su puerta y movió la cabeza
hacia los lados, tratando de despertar de un pesado sueño. Con torpes
movimientos, como sonámbulo, se levantó y comenzó a hojear las páginas del
diario. Ahí estaba lo que tanto temía... ¿O deseaba?: su esquela; había muerto.
El terror lo
inundó entero. Ahora debía vagar por el
mundo de las almas en pena sin poder comunicarse con el mundo real.
Tercera, cuarta, o la dimensión que fuere, se movería ahora en un universo
distante del que no podría regresar jamás.
Vio su lecho, los cuatro cirios y el cuadro de luz que
penetraba el techo iluminando las partículas de polvo que pasaban por su
camino. Se vio a sí mismo tendido y a su hermana Inés con medio cuerpo sobre la
cama. Las marcas en su cuello y al fondo las notas melancólicas y tristes de la
Madame Buterfly; la figura espectral de la soprano se paseaba de un lado a otro
entre el olor a parafina de las veladoras. No quiso que le trajeran al cura
“¡de ninguna manera!”. Estaba harto de pederastas y pedofílicos “como si fueran
noticia”.
“Cuando me muera me velan aquí, en mi estudio”, había dicho
a su hermana.
Recorrió en su memoria dormida y aletargada el tiempo aquel,
1987, cuando regresó a su pueblo. “¿Por qué inauguró su Estudio de Canto
precisamente un martes 13 de febrero?”. “Porque todo mundo le tiene miedo a ese
día y yo no”. Aquellos días cuando tenía
cinco años, en el 43, cuando lo llevaba Gabriel, su vecino, con las prostitutas
para enseñarles a leer. Sentado en las piernas de las mujeres diciéndoles cómo
tomar el lápiz y escribir su nombre. “Ahí aprendí a leer”. El Suplemento de
policía, la nota roja; “verdaderas novelas de misterio”. Tomaba el periódico a
hurtadillas de bajo la almohada de su padre para sentarse a leer durante horas
en el retrete de madera. Los cadáveres de las otras meretrices ahorcadas por
Goyo Cárdenas, “El estrangulador de Tacuba” y su recorrido por la calle de
Reforma, las casas en donde encontraron los cuerpos de sus lecturas.
Se imaginó los rostros de los niños cuando al hurtar las
guayabas del vecino descubrieron una mano que sobresalía del pasto en el
jardín. La genialidad del estudiante de Química en la UNAM cuando proporcionaba
aquella “chispa de vida” a sus víctimas después de matarlas e inyectarles en el
cerebro la sustancia extraída de sus médulas. Los científicos rusos y
americanos que pretendieron entrevistarlo y la negativa del presidente de la
república “porque aquí no queremos genios”.
Repasó en su memoria obnubilada el encuentro posterior, en
su tiempo de actor en la capital del país, al poner en escena la pastorela en
la antigua casona del conde de Lecumberri.
–¿Qué fue de Goyo Cárdenas, todavía vive?
–Sí, aquí está.
–Quiero que me lo
presente...
–Por supuesto, la obra se presentará a los presos del
pabellón psiquiátrico que él dirige.
–Quiero que me lo presente a mí, en especial...
Unos minutos después
–Qué tal don Goyo, quería conocerlo..
–¿Por qué?
–Porque... quiero que
me disculpe pero para mí es usted algo muy especial... yo aprendí a leer cuando
usted vivía en la colonia Tacuba, seguí su trayectoria hasta que la misma
prensa lo echó al olvido y yo me preguntaba después ¿dónde estará don Goyo?
Pero ahora que lo conozco, estoy más tranquilo”.
–¡Olvídese de eso muchacho, yo ya lo olvidé!
Ya no era la madame quien le preocupaba sino la figura
evidente y regordeta de cabeza calva cuyos negros y avispados ojos se traslucían
bajo unos lentes redondos. Se situó precisa y brillante en el haz de luz
que bajaba del cielo. Un frío febril
recorrió su cuerpo inerte que aún sentía vivo. Las flamas amarillentas de los
rojos cirios parecían agrandarse en dirección al techo. Sintió gotas de sudor
bajando por su rostro y gritó a Inés, que se apartara de su lecho. Pero su
hermana no quiso despegar su cuerpo de la cama. Un amargo sabor en su boca.
Sintió después un líquido que se escurría por las comisuras de sus labios. Vio
al hombre más cerca, con unas manos enormes en dirección a su cuello. Volvió a
gritarle a su hermana inútilmente. Fue entonces cuando se dio cuenta que la
muerte lo acechaba por completo; la sentía, como se tiene la certeza de que
algún día inevitable abrirá ese camino de penumbra... ¿O de gloria?... No lo
sabía... ¿Quién lo. sabe?
Escuchó apenas el sonido del periódico que deslizaron por
debajo de su puerta y movió la cabeza hacia los lados despertando de un pesado
sueño. Al fin se levantó y apresurado comenzó a hojear las páginas del diario.
Ahí estaba lo que tanto temía... ¿O deseaba?; su esquela: había muerto...
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