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lunes, 22 de enero de 2018

Otro cuento de nunca acabar


La maldición de un martes 13

Para Agustín Bandrich
por ese raro hábito.




“A mí me examinaron como 48 o 50 médicos...
Unos señalaron esquizofrenia, otros una psicopatía,
otros diferentes tipos de epilepsias, otros debilidad
mental a nivel profundo. Otros paranoia. Sí como no".
           
     Goyo Cárdenas, “El estrangulador de Tacuba”



La muerte, aunque lenta y silenciosa, lo acechaba por completo. La sentía, como se tiene la certeza de que algún día inevitable se abrirá ese camino de penumbra... ¿O de gloria?... No lo sabía... ¿Quién lo sabe?
    Escuchó apenas el sonido del periódico que deslizaron por debajo de su puerta y movió la cabeza hacia los lados, tratando de despertar de un pesado sueño. Con torpes movimientos, como sonámbulo, se levantó y comenzó a hojear las páginas del diario. Ahí estaba lo que tanto temía... ¿O deseaba?: su esquela; había muerto.
         El terror lo inundó entero. Ahora debía vagar por el  mundo de las almas en pena sin poder comunicarse con el mundo real. Tercera, cuarta, o la dimensión que fuere, se movería ahora en un universo distante del que no podría regresar jamás.
Vio su lecho, los cuatro cirios y el cuadro de luz que penetraba el techo iluminando las partículas de polvo que pasaban por su camino. Se vio a sí mismo tendido y a su hermana Inés con medio cuerpo sobre la cama. Las marcas en su cuello y al fondo las notas melancólicas y tristes de la Madame Buterfly; la figura espectral de la soprano se paseaba de un lado a otro entre el olor a parafina de las veladoras. No quiso que le trajeran al cura “¡de ninguna manera!”. Estaba harto de pederastas y pedofílicos “como si fueran noticia”.   
“Cuando me muera me velan aquí, en mi estudio”, había dicho a su hermana.
Recorrió en su memoria dormida y aletargada el tiempo aquel, 1987, cuando regresó a su pueblo. “¿Por qué inauguró su Estudio de Canto precisamente un martes 13 de febrero?”. “Porque todo mundo le tiene miedo a ese día y yo no”.  Aquellos días cuando tenía cinco años, en el 43, cuando lo llevaba Gabriel, su vecino, con las prostitutas para enseñarles a leer. Sentado en las piernas de las mujeres diciéndoles cómo tomar el lápiz y escribir su nombre. “Ahí aprendí a leer”. El Suplemento de policía, la nota roja; “verdaderas novelas de misterio”. Tomaba el periódico a hurtadillas de bajo la almohada de su padre para sentarse a leer durante horas en el retrete de madera. Los cadáveres de las otras meretrices ahorcadas por Goyo Cárdenas, “El estrangulador de Tacuba” y su recorrido por la calle de Reforma, las casas en donde encontraron los cuerpos de sus lecturas.   
Se imaginó los rostros de los niños cuando al hurtar las guayabas del vecino descubrieron una mano que sobresalía del pasto en el jardín. La genialidad del estudiante de Química en la UNAM cuando proporcionaba aquella “chispa de vida” a sus víctimas después de matarlas e inyectarles en el cerebro la sustancia extraída de sus médulas. Los científicos rusos y americanos que pretendieron entrevistarlo y la negativa del presidente de la república “porque aquí no queremos genios”.
Repasó en su memoria obnubilada el encuentro posterior, en su tiempo de actor en la capital del país, al poner en escena la pastorela en la antigua casona del conde de Lecumberri.   

–¿Qué fue de Goyo Cárdenas, todavía vive?
–Sí, aquí está.
 –Quiero que me lo presente... 
–Por supuesto, la obra se presentará a los presos del pabellón psiquiátrico que él dirige. 
–Quiero que me lo presente a mí, en especial...

Unos minutos después

–Qué tal don Goyo, quería conocerlo..
–¿Por qué?
 –Porque... quiero que me disculpe pero para mí es usted algo muy especial... yo aprendí a leer cuando usted vivía en la colonia Tacuba, seguí su trayectoria hasta que la misma prensa lo echó al olvido y yo me preguntaba después ¿dónde estará don Goyo? Pero ahora que lo conozco, estoy más tranquilo”.

–¡Olvídese de eso muchacho, yo ya lo olvidé!

Ya no era la madame quien le preocupaba sino la figura evidente y regordeta de cabeza calva cuyos negros y avispados ojos se traslucían bajo unos lentes redondos. Se situó precisa y brillante en el haz de luz que  bajaba del cielo. Un frío febril recorrió su cuerpo inerte que aún sentía vivo. Las flamas amarillentas de los rojos cirios parecían agrandarse en dirección al techo. Sintió gotas de sudor bajando por su rostro y gritó a Inés, que se apartara de su lecho. Pero su hermana no quiso despegar su cuerpo de la cama. Un amargo sabor en su boca. Sintió después un líquido que se escurría por las comisuras de sus labios. Vio al hombre más cerca, con unas manos enormes en dirección a su cuello. Volvió a gritarle a su hermana inútilmente. Fue entonces cuando se dio cuenta que la muerte lo acechaba por completo; la sentía, como se tiene la certeza de que algún día inevitable abrirá ese camino de penumbra... ¿O de gloria?... No lo sabía... ¿Quién lo. sabe?
Escuchó apenas el sonido del periódico que deslizaron por debajo de su puerta y movió la cabeza hacia los lados despertando de un pesado sueño. Al fin se levantó y apresurado comenzó a hojear las páginas del diario. Ahí estaba lo que tanto temía... ¿O deseaba?; su esquela: había muerto...


 Publicado en el libro Para encontrar la salida
Gilberto Vega Zayas



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